jueves, 5 de marzo de 2020

Contar historias

El verano pasado estuve caminando 45 días seguidos, haciendo el camino de Santiago, y más concretamente el llamado camino francés (lo recomiendo sinceramente, y si algún día te decides a hacerlo que sea dedicándole bastante tiempo, al menos 20 días).

Uno de esos días tuve la fortuna de conocer a una chica que también peregrinaba y coincidimos durante varias maravillosas jornadas. Me dijo que una de las cosas que le gustaban era contar historias, cuentos; así que le pedí que por favor me contara algunos mientras caminábamos; esa misma mañana me contó el siguiente:

"Una historia china habla de un anciano labrador, viudo y muy pobre, que vivía en una aldea, también muy necesitada.
Un cálido día de verano, un precioso caballo salvaje, joven y fuerte, descendió de las montañas a buscar comida y bebida en la aldea. Ese verano, de intenso sol y escaso de lluvias, había quemado los pastos y apenas quedaba agua en los arroyos. De modo que el caballo buscaba desesperado la comida y bebida con las que sobrevivir.
Quiso el destino que el animal fuera a parar al establo del anciano labrador, donde encontró la comida y la bebida deseadas. El hijo del anciano, al oír el ruido de los cascos del caballo en el establo, y al constatar que un magnífico ejemplar había entrado en su propiedad, decidió poner la madera en la puerta de la cuadra para impedir su salida.
La noticia corrió a toda velocidad por la aldea y los vecinos fueron a felicitar al anciano labrador y a su hijo. Era una gran suerte que ese bello y joven rocín salvaje fuera a parar a su establo. Era en verdad un animal que costaría mucho dinero si tuviera que ser comprado. Pero ahí estaba, en el establo, saciando tranquilamente su hambre y sed.
Cuando los vecinos del anciano labrador se acercaron para felicitarle por tal regalo inesperado de la vida, el labrador les replicó: 
“¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¡Quién sabe!”. Los vecinos  no entendían...
Pero sucedió que, al día siguiente, el caballo ya saciado, al ser ágil y fuerte como pocos, logró saltar la valla y regresó a las montañas. Cuando los vecinos del anciano labrador se acercaron para condolerse con él por lo sucedido, éste les dijo: 
“¿Mala suerte? ¿Buena suerte? ¡Quién sabe!”. Y la gente a su alrededor seguía sin entender…
Una semana después, el joven y fuerte caballo regresó de las montañas trayendo consigo una caballada inmensa y llevándoles, uno a uno, a ese establo donde sabía que encontraría alimento y agua para todos los suyos. Hembras jóvenes en edad de procrear, potros de todos los colores, más de cuarenta ejemplares seguían al corcel que una semana antes había saciado su sed y apetito en el establo del anciano labrador. ¡Los vecinos no lo podían creer! De repente, el anciano labrador se volvía rico de la manera más inesperada.  Su patrimonio crecía por fruto de un azar generoso con él y su hijo. Entonces los vecinos felicitaron al labrador por su extraordinaria suerte. Pero éste, de nuevo les respondió: 
“¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¡Quién sabe!”.
Los vecinos decidieron que el anciano no estaba bien de la cabeza, pues para ellos era indudable que tener, de repente y por azar, más de cuarenta caballos en el establo de casa sin pagar un céntimo por ellos, solo podía ser buena suerte.
Pero al día siguiente, el hijo del labrador intentó domar precisamente al guía de todos los caballos salvajes, aquél que había llegado la primera vez, huido al día siguiente, y llevado de nuevo a toda su parada hacia el establo. Si le domaba, los demás se quedarían con él en el establo. Teniendo al jefe de la manada bajo control, no había riesgo de pérdida. Pero ese corcel era muy salvaje, y cuando el joven lo montó para domarlo, el animal se encabritó  haciendo que cayera al suelo y le propinó tantas patadas que ocasionaron la rotura de muchos huesos del muchacho. Naturalmente, todo el mundo consideró aquello como una verdadera desgracia. No así el labrador, quien se limitó a decir: 
“¿Mala suerte? ¿Buena suerte? ¡Quién sabe!”. A lo que los vecinos ya no supieron qué responder.
Unas semanas más tarde estalla una guerra, el ejército entra en el poblado y son reclutados todos los jóvenes en buenas condiciones. Pero cuando vieron al hijo del labrador en tan mal estado, le dejaron tranquilo, y siguieron su camino. Los vecinos que quedaron en la aldea, padres y abuelos de decenas de jóvenes que partieron ese mismo día, fueron a ver al anciano labrador y a su hijo para expresarles la enorme buena suerte que habían tenido ya que esa guerra, con mucha probabilidad, acabaría con la vida de muchos de sus amigos. A lo que el sabio labrador respondió: 
“¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¡Quién sabe!”.

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