“Ventilar la rabieta es…similar a echarse pedos emocionales en el
ascensor, en un área cerrada”, dice graciosamente el psicólogo Jeffrey
Lohr, que estudia el tema.
De hecho es todo lo contrario: la
descarga de cortisol que se produce daña los órganos internos, sube la
presión arterial, produce diabetes, obesidad, problemas cardíacos, colon
irritable y todo el etcétera ya bien conocido del estrés. Como si fuera
poco, gruñir y lamentarse crean hábito, la personalidad se agria hasta
tornarse negativa y además el descontento se contagia.
Steven
Parton es un escritor bien estudiado en temas cibernéticos, un curioso
de las apasionantes neurociencias y un abanderado de utilizar el amor
como herramienta. Lo menciono porque hallé su ensayo sobre los daños que
quejarse le produce a la salud en el preciso instante en el que yo
estaba buscando un remedio para mi eterna quejadera con todo lo que pasa
en el país y con lo que sigue sucediendo en el planeta. Buscar un tema
positivo para la columna es una hazaña. Iba corriendo el riesgo de pasar
de rebelde descontento a viejo avinagrado, hasta que las admoniciones
de este joven me hicieron recordar unos básicos vitales.
Decíamos
que quejarse es malo para la salud y aseverábamos que se vuelve un
vicio. He aquí la explicación: entre neurona y neurona hay una distancia
que se llama hendidura neuronal. Para que una señal, una sinapsis, pase
de una neurona a otra se requieren una chispa y una química. Si esas
dos neuronas se disparan varias veces, digamos con un pensamiento
negativo —¡que mierda de trancón! o ¡que horror de país!—, a la segunda
vez que se disparen por la misma causa, la distancia entre las dos
neuronas se acorta y se vuelve un camino habitual del pensamiento, pues
al mielinizarse (un refuerzo químico) ese será el patrón que el cerebro
preferirá de ahora en adelante y repetirá el pensamiento negativo. Más
cortisol. Así que, como el bobo, entre más me lamento más me quejo.
Y,
afirmábamos, la negatividad es contagiosa: andar con gente negativa
también puede enfermarnos. A través del mecanismo de empatía se produce
en nosotros la misma sinapsis que en el otro (en positivo, es la misma
sensación de alegría colectiva en un mundial de fútbol o un concierto).
De ahí que pasar una velada con quejumbrosos, malhablados, negativos y
gruñones sea muy tóxico.
Así que hay que revertir el proceso
cultivando la alegría y el contento. Es cuestión de hacer conciencia y
pillarse a tiempo el pensamiento negativo y transformarlo. Observarlo,
aceptarlo y transmutarlo. Frases que al principio parecerían
intelectuales como la de San Pablo que aconseja “Estad siempre alegres”
van impregnándose poco a poco en el cerebro con el ejercicio de cambiar
de vibra (¿Le suena eso de ejercicios espirituales?). El yoga, por
ejemplo, habla de las virtudes excelsas de Santosha —el estar satisfecho
con lo que hay, aceptarlo, agradecerlo y vivir en el contento— y es
una disciplina espiritual fructífera y sencilla. Desde luego minimizar
la exposición a las noticias, buscar amigos positivos y cambiarse
primero para cambiar el mundo son un buen principio. Como la mosca,
podemos escoger entre la miel o el excremento Y al que me caiga el
guante…
Publicado por Ignacio Zuleta en EL ESPECTADOR.
4 comentarios:
Genial entrada a compartir, estupenda.
Gracias por compartirla Dean!!!
Primera vez que me paso por aquí. Me ha gustado mucho.
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