martes, 17 de marzo de 2009

La paradoja de la eficiencia energética

Así se llama un curioso efecto relacionado con la eficiencia energética (es decir, con la capacidad de dar el mismo servicio con menos gasto energético) que trae por la calle de la amargura a políticos, científicos y agentes sociales que tratan de conseguir que gastemos menos energía (entre otras cosas, para reducir nuestras emisiones de CO2, pero también para no depender tanto del petróleo o del gas).
DCCXLIX (Flickr)

Esto de la paradoja consiste en que, a pesar de que numerosos estudios (el más reciente, uno de McKinsey) insisten en afirmar que hay numerosas oportunidades de reducir nuestro consumo energético a coste muy bajo, o incluso negativo, luego en la práctica no hay manera de que se consigan estas reducciones. Una parte de la culpa la tiene el famoso efecto rebote, pero no toda. Efectivamente, hay una gran diferencia (gap, en la jerga especializada) entre las acciones de eficiencia energética que dicen los estudios que se podrían hacer a bajo coste, y las que realmente se hacen.

Por tanto, esto de la paradoja no es simplemente un divertimento teórico, sino tiene mucha importancia: primero, para tratar de determinar cuánto de verdad se puede ahorrar en energía, y a qué coste; y segundo, para ver qué es lo que hay que hacer si de verdad queremos ahorrar energía. Dejo estos dos asuntos para el final, pero primero vamos a ver cuáles son las razones de que se invierta en eficiencia energética menos de lo que se espera. Aquí, como en otras muchas cosas, hay dos bandos.

Uno de ellos defiende que se invierte menos de lo esperado porque la eficiencia energética es menos interesante para el consumidor de lo que dicen los estudios, por distintas razones:

  • Cuesta más de lo que parece: los estudios a veces no consideran costes asociados a conseguir la eficiencia, como por ejemplo el que las acciones más eficientes sean más incómodas (pensemos en el botoncito de stand-by por ejemplo), o que haya que gastar tiempo en planificar las acciones o comprar los equipos (costes de transacción), o sencillamente, porque los que hacen los estudios son más optimistas de lo que deberían al estimar los costes.
  • El futuro es incierto: cuando uno decide invertir en eficiencia para ahorrarse energía, uno de los parámetros a considerar es el precio futuro de esta energía. Si este precio es incierto, la decisión de invertir (que es irreversible generalmente) debe incluir una prima de riesgo, que la hace menos rentable.
  • No todos los consumidores son iguales: hay algunos que usan tan poco sus equipos que no les compensa que sean tan eficientes.

En el otro bando se sitúan aquellos que defienden que la eficiencia sí es interesante para el consumidor, pero que éste no es consciente de ello por distintas razones:

  • Precios artificialmente bajos: porque no se incluyen los costes externos o porque se subvencionan directamente, como nuestra tarifa eléctrica.
  • Fallos de información: muchas veces el consumidor no tiene toda la información que hace falta sobre cuánto puede ahorrar, o cuánto le va a costar.
  • El que hace la inversión no es el mismo que disfruta sus beneficios: esto es lo que se conoce como el problema principal-agente, es lo que pasa por ejemplo cuando uno compra una casa sin tener muy claro cuánto consume de energía, porque la inversión la ha hecho el constructor
  • Aunque tenga toda la información, el consumidor no tiene tiempo o ganas de usar su racionalidad económica: Ésto es lo que se llama racionalidad acotada, y le lleva a dar más importancia de la debida a los costes iniciales, a crearse ilusiones acerca de los precios futuros, a dar mayor importancia a los costes (pérdidas) que a las ganancias (de la mayor eficiencia), etc.

Como casi siempre, la virtud suele estar en el término medio, y posiblemente los dos bandos tienen razón: parte de la culpa la tienen factores objetivos, parte los fallos de mercado o de información, y parte la racionalidad acotada. Todos ellos mezclados en distinta medida hace que se invierta menos de lo esperado, o que, como se observa en ocasiones, cuando el consumidor se plantea invertir, sólo lo haga a cambio de una rentabilidad mayor de su inversión (algo que es un síntoma de estos problemas, más que una causa en sí misma).

Hay que atacar de raíz los problemas que hacen que se invierta menos de lo debido y reflejar todos los costes en los precios de la energía, no subvencionarlos.

Como decía antes, ésto tiene dos consecuencias importantes. Primero, que el potencial de acciones de eficiencia energética a bajo coste es posiblemente menor del estimado. El que el potencial estimado sea tan grande se debe, por una parte, a que se hace menos de lo que se espera. Pero se hace menos porque cuesta más de lo que parece. Y como cuesta más de lo que parece, el potencial económicamente rentable es seguramente menor de lo que creemos. Así que quizá no hay que pretender conseguir todo lo que nos dicen los estudios por medio de intervenciones públicas, porque quizá no sea bueno para la sociedad.

La segunda consecuencia es que, para promover las acciones que después de tener en cuenta lo anterior siguen siendo rentables, hay que atacar de raíz los problemas que hacen que se invierta menos de lo debido: hay que reflejar todos los costes en los precios de la energía, y no subvencionarlos; hay que aportar toda la información necesaria al consumidor (incluso aunque no sea él el que toma las decisiones, como en el caso del problema principal-agente); y finalmente, hay que intentar compensar en lo que se pueda los problemas de racionalidad acotada (por ejemplo, con medidas de paternalismo libertario).

Sólo teniendo en cuenta estos dos aspectos conseguiremos realmente ser eficientes, no sólo energéticamente, sino en todos los sentidos. Sólo así conseguiremos asignar nuestros recursos económicos, energéticos o medioambientales de la mejor manera posible.

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